sábado, 20 de enero de 2007

No se debe, bajo ninguna circunstancia, empezar por la conclusión un texto, pero voy a saltarme esta regla y decir que el libre albedrío es un absurdo. De tamaño colosal, debería agregar. Obviamente, voy a explicar esa brutalidad que se me ocurrió, de que el libre albedrío es un absurdo. Conste que no estoy diciendo que el libre albedrío no exista, solamente estoy diciendo que esa cosa denominada libre albedrío ya no tiene mucho sentido.
Para comezar a explicar, nos debemos remontar a la idea de que una acción pueda ser moralmente correcta. Remarco el 'pueda' y el 'moralmente correcta', porque son los dos elemento que se analizan. Primero, el verbo poder significa en este caso las condiciones necesarias para que se dé una situación. Esta situación es un hecho. Para calmar a los que están viendo esto como una clara transgresión a la falacia naturalista (y que ya deben haberse persignado, por lo demás), bueno, debo decir que moralmente correcto, mal que nos pese es sólo una etiqueta dada por las condiciones sociales, es decir, que en todo o en parte la decisión de si una acción es correcta en sentido moral depende de los receptores de la comunicación enviada por esa acción. No existe acción moral abstracta, ni aun en la moral rigorista kantiana (vid. Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, cap. 3). Quedamos entonces que la acción moral tiene condiciones dadas por la sociedad, que las valora.
Pero dentro de esas condiciones está el libre albedrío. El libre albedrío es imputado a la persona en tanto se requiere de que tenga responsabilidad por sus actos y como fuente de la valoración. Es fuente de la valoración puesto que no puede decirse que haya moral si hay alguna excusa válida. Así, por ejemplo, si decimos 'robó una gallina' decimos 'pero sus hijos tenían hambre y él también, y era una necesidad imperiosa'. Aquí es donde yo introduzco la cuña. El libre albedrío en la práctica no está. Y no está porque cada acción está determinada por múltiples factores, de los cuales uno es desencadenante de la acción. Se requeriría de una ley otorgada por uno mismo para superar esta situación (y muchos no aceptarán este punto a favor de Kant). Pero de todos modos no hay que concedérselo, puesto que no existe tal ley.